Déjenme empezar por el principio, por el título que nos convoca en esta mesa redonda: “Universidades Públicas Valencianas y Modelo Social Europeo”. Tengo claro, en efecto, quiénes y qué son las universidades públicas valencianas, pero, la verdad, me siento un poco confuso sobre qué es el modelo social europeo y quiénes sus partícipes.
Sin duda, lo que se conoce como el modelo social europeo –básicamente conformado por una serie de políticas sociales dirigidas a promover el crecimiento económico, la mejora del nivel de vida (“la participación en los frutos del progreso”) y condiciones de trabajo decentes- desempeñó un papel central en las sociedades desarrolladas europeas en los años de la posguerra, en los “Treinta Gloriosos”, la era en la que se inicia la transformación social mayor y más intensa, rápida y universal de la historia de la humanidad. Una era de innovaciones sociales inéditas, que aún hoy, varias décadas más tarde, siguen constituyendo, por contraste, el horizonte intelectual y moral con respecto al cual medimos la distancia entre nuestras realidades actuales y las aspiraciones y conquistas de aquellos años.
El Estado del Bienestar, en efecto, una seña de identidad casi exclusivamente europea, se orientaba al logro de tres objetivos –el pleno empleo, la garantía de ciertas condiciones vida y la reducción de las desigualdades-, mediante instrumentos tales como las políticas laborales y la regulación del mercado de trabajo, las prestaciones monetarias, servicios públicos universales y las políticas fiscales progresivas como mecanismo redistributivo y fórmula para financiar los instrumentos descritos.
El Estado del Bienestar, esa novedad histórica radical – ¡el compromiso de los estados con el bienestar de sus poblaciones!- se vio, sin embargo, desde sus orígenes sometido a fuertes críticas y, a partir de la crisis de los 70, a tensiones derivadas de una profunda crisis fiscal -consecuencia, en parte, de la misma crisis- y del embate de fuerzas que abogaban por su drástico recorte o su simple abolición.
Así que, fue en los años 90 del pasado siglo cuando el debate sobre el modelo social europeo reapareció de la mano de Jacques Delors, Presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1995, como elemento de cohesión europea, en contraste con los valores dominantes en Estados Unidos y, en general, en las sociedades anglosajonas, e incluso como estrategia protectora frente a los efectos adversos de la globalización. Efectos, por cierto, que, como admiten analistas de muy diversa orientación, subyacen a muy significados acontecimientos políticos recientes, desde el Brexit y las elección de Trump como presidente de los Estados Unidos al auge de la xenofobia y el nacional-populismo conservador en buena parte de Europa.
La segunda mitad de los 80 y los años 90 del pasado siglo, en efecto, son los años de la recuperación económica y moral de los Estados Unidos, tras su “década horrible” de los 70, y los inicios de la revolución conservadora que encarnó Ronald Reagan. En términos macroeconómicos (tasas de crecimiento, índices de desempleo, mejoras en la productividad), el modelo estadounidense no solo ofrecía mejores resultados que las renqueantes economías desarrolladas europeas –Alemania, por ejemplo, era descrita como líder en tecnologías del siglo XIX, mientras que USA se hallaba incursa en la “nueva economía” financiera globalizada y de las punto.com-, sino que obtuvo una preponderancia ideológica que le permitía dispensar “recomendaciones” y “consejos” (las crónicas sobre las Cumbres de Davos ilustran a la perfección el clima del periodo) sobre la necesidad de modificar drásticamente el modelo económico-social europeo.
Es en ese contexto que se recuperan los discursos sobre un “modelo social europeo”, diferente del american way of life, capaz de asegurar mejores condiciones de vida a sus poblaciones, en términos de seguridad en el empleo y protección social, pese a circunstanciales peores resultados macroeconómicos que los de Estados Unidos (Japón, el otro integrante de la Tríada –los espacios de mayor desarrollo económico- nunca tuvo un Estado del Bienestar, sino un compromiso de sus empresas con el pleno empleo o un nivel de ocupación elevado).
¿Un modelo social europeo, sin embargo? Bueno, como un todo y frente a USA, tal vez fuera posible identificar una particular diferencia idiosincrásica europea. Pero en el interior de Europa -ese mosaico de diversidades que conforman el pequeño cabo de Asia en que habitamos- las diferencias eran demasiado evidentes.
¿Qué tienen que ver entre sí, en efecto, más allá de que en ambos países encontremos algunas políticas sociales más desarrolladas que en USA, Dinamarca con España, Alemania con Irlanda? Así que, pronto los expertos distinguieron, al menos, cuatro modelos de protección social, cuatro tipos de regímenes del bienestar diferenciados: un modelo liberal anglosajón (Reino Unido, Irlanda); un modelo conservador/bismarckiano (Francia, Alemania y los países desarrollados de la Europa Central); un modelo socialdemócrata (los países escandinavos); y un modelo meridional/mediterráneo (los conocidos hoy como los PIGS en la prensa anglosajona: Portugal, Italia, Grecia y España).
No teman, no voy a extenderme en la exposición de las diferencias entre los distintos modelos. Pero es que, además, entre 2004 y 20007 se incorporaron a la Unión Europea los países del Este de Europa (El Grupo de Visegrado, los países bálticos, Eslovenia, Bulgaria y Rumania), y en 2013, Croacia, con grados de protección y políticas de bienestar netamente diferenciables de las de los modelos anteriormente citados.
Por tanto, ¿cuándo hablamos de un “modelo social europeo” de qué estamos hablando, si pretendemos hablar con alguna propiedad? Es más, en su trayectoria, digamos, a lo largo de las dos últimas décadas, ¿comparten dichos modelos alguna característica común? ¿Podemos detectar algunas tendencias convergentes entre los distintos modelos?
En realidad, sí: un cierto repliegue de los diversos regímenes de bienestar, aun con intensidad espacial variable y diferenciada, sobre el modelo de protección social residual anglosajón. Y sus consecuencias económicas, sociales y políticas, que no voy a detallar aquí, pero que podemos resumir en unos pocos términos: austeridad nada expansiva, desigualdad creciente y deslegitimación de las instituciones y de los mismos Estados, incapaces de (o incapacitados para) corregir las profundas corrientes de fondo derivadas de la globalización, la tecnología y la financiarización de la economía.
Naturalmente, además, estos problemas se ven agravados, en los últimos años, por las divisiones entre países “acreedores” (del Centro y Norte de Europa) y “deudores” (del Sur de Europa sobre todo), que padecen los efectos de políticas de contracción fiscal y de devaluación salarial interna. Y entre el Oeste y el Este de Europa, aunque la crisis de los refugiados ha puesto de relieve alguna fatal convergencia entre dichos espacios: el auge, consolidado en el Este y creciente en el Oeste, de movimientos fuertemente conservadores, nacional-populistas y xenófobos.
¿Qué fue, por otra parte, de la Estrategia de Lisboa (2000), que pretendía hacer de la economía de la UE “la economía del conocimiento más competitiva y dinámica del mundo antes del 2010, capaz de un crecimiento económico duradero acompañado por una mejora cuantitativa y cualitativa del empleo y una mayor cohesión social”?
¿Y qué dela Estrategia Europea 2020, que proponía cinco metas esenciales: reducir el índice de abandono escolar en un 10% e incrementar en un 40% el número de graduados universitarios o nivel equivalente entre los 30 y los 34 años; invertir el 3% del PIB de la UE en I+D; reducir en un 25% el número de ciudadanos que viven por debajo del umbral de la pobreza; disminuir significativamente las emisiones de gases de efecto invernadero; incrementar el índice de ocupación hasta el 75% entre los 20 y los 64 años, aumentando la participación de los colectivos más vulnerables (jóvenes, trabajadores de mayor edad, personas con bajas cualificaciones) e integrando mejor a los inmigrantes en situación regular?
Dejo que ustedes mismos hagan, a fecha de hoy, el balance de estos, desde luego, atractivos objetivos. De hecho, ya no es el “modelo social europeo”, sino el mismo proyecto de la Unión Europea como relevante actor global en un mundo multipolar el que corre un riesgo cierto.
Si 2005 representó el auge del proyecto europeo (10 países de la Europa Central y del Este habían entrado en la UE; existía un diseño de Constitución europea; la moneda única, el euro, parecía sólida, pese a las advertencias en contra; países como España, Grecia o Portugal se aproximaban, en términos de riqueza y bienestar, a los países de más antigua industrialización; Europa parecía el ejemplo de un nuevo orden internacional basado en valores plurales y democráticos), su trayectoria posterior a la crisis de 2007/2008 (los problemas estructurales de la eurozona, los millones de refugiados, la suspensión de hecho del Tratado de Schengen, el Brexit, el auge de la ultraderecha y de la xenofobia) ha puesto de relieve las muchas y profundas líneas de fractura en la pacientemente tejida, a lo largo de muchas década, colcha europea.
Y existen, se ha escrito, dos hilos que unen todos los retales de esta colcha: el de un nuevo futuro posible y el de un pasado que puede volver para atormentarnos con sus demonios. Confrontada con los gigantes emergentes, los países europeos, aun los más relevantes, carecen de una dimensión (demográfica, económica, política, social y cultural) que solo la Unión puede darles. Pero si este es un argumento racional, intelectualmente convincente, carece de atractivo emocional. No es, en fin, capaz de afincar un demos europeo, un hogar común en el que individualmente nos reconozcamos como europeos, con independencia de nuestro pasaporte o del signo y las políticas de nuestros presentes gobiernos.
Europa es, como también se ha escrito, “hija de la economía y huérfana de la política”, sometida a duras disciplinas financieras y económicas, pero laxa en la consecución de objetivos político/sociales, escasamente transparente en su gobierno y poco democrática en su funcionamiento.
En realidad, pudiera ser, como afirma una broma muy seria, que solo el Programa Erasmus y la Champions League hayan sido las instituciones que más hayan contribuido a soldar las relaciones entre las distintas naciones de la Unión Europeo. Pero mientras que el fútbol divide tanto como une –en nuestra memoria están los reiterados incidentes entre hooligans de equipos de distintos países-, Erasmus es la prefiguración de una Europa pacífica, colaboradora y diversa.
Desde 1987, en efecto, millones de jóvenes europeos se han beneficiado de un programa cuyo objetivo explícito era: “mejorar la calidad y fortalecer la dimensión europea de la enseñanza superior fomentando la cooperación transnacional entre universidades, estimulando la movilidad en Europa, y mejorando la transparencia y el pleno reconocimiento académico de los estudios y cualificaciones en toda la Unión”.
Pero más allá de tan loables objetivos académicos, los diversos Programas Erasmus han contribuido al alumbramiento de unas generaciones (las “generaciones Erasmus), que se benefician del aprendizaje de otras lenguas, y no solo fomentan el entendimiento de la cultura y costumbres del país anfitrión, sino que cimientan un sentimiento de complicidad y comunidad entre estudiantes de distintos países.
Es así que se ha convertido en un fenómeno social, más allá de lo estrictamente académico, y uno de los programas de intercambio cultural más importantes de la historia, creando lazos de amistad transfronterizos, asentando una clara conciencia de ciudadanía europea y fomentando la cohesión y el conocimiento de la Unión Europea entre aquellos que tendrán que definir, a corto y medio plazo, su futuro.
Importa destacar, además, que España es el país de la Unión Europea que más estudiantes Erasmus recibe y, en la misma proporción, el que más emite (alrededor de 45.000 en el presente curso). Y que a lo largo de su historia, el Programa Erasmus ha ofrecido una experiencia internacional a más de 3 millones de españoles, de modo que la actitud ante la Unión Europea de los jóvenes españoles es más favorable, en distintos grados, que euroescéptica en una proporción de 5 (partidarios) frente a 1 (detractores); que el conocimiento de la relevancia de la UE en nuestras vidas y de sus instituciones crece entre los jóvenes, así como el respaldo a su unión política; y que aquellos que se pueden categorizar como declaradamente europeístas (61.1%) no solo superan claramente a los euroescépticos (36.9%), sino que son también aquellos con estudios universitarios (Fuente: Instituto de la Juventud, Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad: Jóvenes y Unión Europea, 2015).
Sucede, además, que un Informe de 2014 de la Comisión Europea, con 80.000 encuestas y entrevistas directas a empresarios, profesores y alumnos de 8 países europeos, concluyó:
que ser graduado Erasmus reduce en un 23% la tasa de paro cinco años después de la graduación, y a la mitad la posibilidad de ser desempleado de larga duración (más de 12 meses); que un 77% de los Erasmus graduados hace 10 años tiene un empleo directivo medio o alto; que el 85% de los Erasmus lo hacen con el fin de poder tener la posibilidad de una experiencia laboral en el extranjero, y que el 40% lo consiguen, mudándose de país al menos una vez desde su graduación, frente al 23% de los que no cursaron el programa; que la iniciativa es inclusiva, y ofrece posibilidades a jóvenes que provienen de entornos familiares sin estudios superiores (el 46%); que Erasmus+, el nuevo programa Erasmus, podría beneficiar hasta a 4 millones de estudiantes en 7 años, incluyendo estancias de prácticas, formación profesional y experiencias deportivas; que el 27% de los Erasmus conocen a su pareja en las estancias Erasmus, y el 33% asegura que su pareja estable procede de un país distinto del suyo, un 20% más que quienes no han viajado con el programa; que las parejas Erasmus han producido una cosecha de más de un millón de bebés.
No es poco. En realidad, ya es bastante común (a veces, desgraciadamente, por la imposibilidad de retorno y la pérdida de talento que implica) que nuestros jóvenes se preparen laboralmente en el extranjero; que formen pareja con personas foráneas; que mantengan un intercambio fluido, redes sociales mediante, con las que, de múltiples nacionalidades, conocieron durante su estancia; que viajen a sus localidades de residencia o que les acojan y acompañen en la propia. Una densa red de contactos que, de seguro, enriquece sus vidas y amplía sus posibilidades de networking a una escala inédita.
Déjenme ir concluyendo. No sé qué será del Modelo Social Europeo, ni siquiera de la Unión Europea, dentro de una o dos décadas: hay sombras inciertas que se ciernen sobre ambos proyectos. Pero me parece que si deben sostenerse, lo deberán hacer sobre la base del patrón y de las relaciones que el Programa Erasmus anticipó y ejemplifica.
Muchas gracias.
Manuel Palomar
Conferencia «La vertebración europea a través de la movilidad de estudiantes». Mesa redonda «Universidades públicas valencianas y modelo social europeo», de la Real Sociedad Económica de Amigos del País